Una mañana temprano, a mediados de Noviembre, con un frío que me hacía tiritar, esperaba con mi madre el transporte que me llevaría al colegio de monjas donde estudiaba. Era un colegio nuevo para mí, que apenas estaba empezando el bachillerato.
Desde que había empezado el año escolar hasta ese momento, aún no había logrado adaptarme a él, por eso me evadía escribiendo todo lo que me viniera en mente y cuando así lo deseaba. Afortunadamente, podía prestar atención a la clase y escribir al mismo tiempo. Generalmente eran frases cortas, simples pensamientos y ya.
Esa fría mañana, una vez sentada en mi pupitre, vi cómo comenzaba a filtrarse el sol a través de la ventana que tenía encima de mi cabeza. El calor de esos rayos acariciándome mi cabello y entibiando mi cuerpo me dio una sensación de bienestar indescriptible. Sentí deseos de escribir, así porque sí, como nos suele suceder a los que “jugamos con las letras”. Borbotones de sentimientos y sensaciones brotaban de mí, mientras mis manos los plasmaban en una cuartilla que arranqué de un block. No sé los minutos que pasaron y no me di cuenta que empezaba la clase, tampoco que mis compañeras se habían puesto de pié para saludar a la recién llegada profesora y que ésta, fijó su vista en mí hasta que, sin verme inmutar gritó:
- ¡Niña, usted como que no me ha visto entrar!
Esa era la verdad, como verdad sería el castigo que me venía encima. La “dulce” señora se acercó a mi pupitre (yo ya estaba de pie), tomó mi papel todo escrito, lo rompió y con él hizo una bola. Dio media vuelta, se acercó a la papelera y lo botó. No dije ni pío, pero me dio mucha pena que no hubiera respetado mi intimidad. ¡Vaya abuso!... No me enteré de qué trató la clase porque estaba pendiente de lo que había escrito, que había ido a parar a la basura y que para mí era más importante que el chorro de palabras escritas y refritas de ese libro que ella leía como un loro. Yo sólo quería que terminara esa hora interminable y poder recuperar mi maltrecho papel. Una vez que la profe se fue, volé a la papelera, recogí la bola de papel que estaba roto en varios pedazos y lo guardé en mi bolso del colegio. Al llegar a casa, lo “armé” cual rompecabezas y lo leí… Amigos, discúlpenme si esto suena mal, pero era la poesía más linda del mundo. He leído muchas maravillosas y he escrito algunas para todos los gustos pero esa era el sentir de un alma desnuda e inocente, despertando con los primeros rayos del sol de un frío Noviembre.
Anuchy Ulloa.
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